La mujer que nunca aparece, la chica que tiene un tumor del tamaño de un durazno en el cerebro, la mujer que se va a morir porque su marido no puede sacar la plata del banco, culpa del corralito y de ese médico tan célebre y eminente que no acepta operar gratis, esa mujer es un nombre, un impulso y tal vez una bandera en la vida modesta de Santiago.

Pero aquí no va a contarse ninguna tragedia. Clara será esa herida primera que da origen a la comedia. Si todo humor que se muestre sustancioso esconde un dolor que ha mutado o que encuentra formas descabelladas de transitarse, en la dramaturgia de Sofía Wilhelmi la fatalidad genera comportamientos tan hilarantes como desesperados.

En este mundo de hombres va a ocurrir la farsa. Primero con esa trampa que Santiago y Abel construyen con su inexperiencia de muchachos de barrio, un tanto destemplados por su mala fortuna. El destinatario es Gabriel Rojas, el médico que no quiso operar a Clara y que deberá aceptar este turismo por el departamento desvencijado de una clase media baja empobrecida por la salida de la convertibilidad. La política es, en el texto de Wilhelmi, una sucesión de acciones que se leen como deformidades, como distorsiones de un comportamiento que funda un realismo inspirado en ese contexto donde la subjetividad se borroneaba. La crítica ya no era posible, la despolitización obligaba a repetir la trama del sistema de una manera precaria.

Abel y Santiago son los perdedores que luchan por una forma de justicia que apacigüe su dolor. Abel entiende que la epopeya mustia que le toca vivir es una oportunidad para entrenar sus dotes de actor, un tanto deslucidas. Él se entrega a ese secuestro como si fuera una ficción en la que aprenderá a mostrar sus emociones como un arte que le abrirá todas las puertas, pero en su artimaña de involucrarse como un personaje, saldrá transformado y encontrará una verdad sobre sí mismo.

De ese armario enorme y viejo, señal de un edificio lúgubre pero también de una masculinidad vista bajo la luz pálida de un deseo homosexual disimulado o mal advertido, estos hombres van a empezar a enredarse en una lucha amorosa. Y es justamente allí, en el cambio de sentido que esa pasión gay va a adquirir a lo largo de la obra, lo que determinará tanto una época como el modo en que se precipite el desenlace. 

Si el amor entre Ramiro y Gabriel era el secreto que propiciaba el escándalo, esa cámara oculta tan de moda en los años noventa, y que en Clara se convierte en un arma de los desposeídos para tener a los exitosos por un momento bajo su custodia, todo lo que estos hombres empiezan a entender de ese deseo que rechazan y atoran de prejuicios en un lenguaje que hoy resulta chocante pero que era la normalidad más aceptada en ese principio de siglo sometido al corralito y a la plata que no alcanzaba, empieza a funcionar como un combustible para expresar la violencia. 

Los actores tienen una destreza y una mecánica de conjunto tan exacta como un  parque de diversiones que no deja de brindar sorpresas y replicas que parecen competir por la osadía mayor. La risa que se expande y jamás se agota, no abandona la posibilidad de pensar que la venganza tal vez sea una opción bastante inútil y que aquello que buscaba Santiago era simplemente humanizar a Gabriel, regalarle una estadía entre las criaturas abandonadas de la suerte. Esas que el neoliberalismo ayudó a caracterizar como peligrosas y que estos amigos parecen imitar con sus ínfulas de asesinos, secuestradores y bandidos pero que aquí sólo se muestran como seres sufrientes que, ante la falta de estrategias, ante una política que los expulsa, no tienen otra alternativa que asustar a Gabriel con su caricatura delincuencial.

Clara se presenta los viernes a las 22.30 y los sábados a las 20 en El Camarín de las Musas. Mario Bravo 960. CABA.